“¡Apresuraos a dejar testimonio de la verdad!”
“El Nombre de la Rosa” puede tildarse fácilmente de obra maestra. Fue la primera novela escrita por el archifamoso Umberto Eco y la que le daría gran parte de su fama. Ahora, tras casi 30 años en las estanterías de medio mundo, ha terminado por convertirse en un referente literario para cualquiera que quiera llegar a ser un buen contador de historias.
Todo comienza a finales de noviembre de 1327 en las cercanías de una abadía situada en el norte de Italia. Adso de Melk narra en primera persona, desde una celda en el monasterio de Melk, un episodio de su vida que sucedió sesenta años atrás, cuando era el joven e inquieto discípulo de su admirado Fray Guillermo de Baskerville. Ambos llegan a la abadía y, lo que parecía una simple visita, se convierte en una aventura peligrosa que marcará el comienzo de un aterrador enigma. El abad, al descubrir las implacables habilidades deductivas e inquisidoras del franciscano, le pone al tanto de un crimen perpetrado pocos días antes en la propia abadía con la esperanza de que el monje dé con el asesino y, con ello, poder limpiar así el buen nombre de la comunidad ante los ojos de varios representantes eclesiásticos que están a punto de llegar a la abadía para debatir sobre la pobreza de Cristo. En esto se empeña el protagonista cuando comienzan a aparecer más cadáveres, hasta siete a lo largo de la obra; siete cuerpos que conducen al revelador secreto de la obra que nos ocupa, a la relación que hay entre los misterios de la biblioteca y el libro perdido de poética de Aristóteles, los crímenes y un monje ciego, el significado de la risa… y el poder de los signos.
La abadía del crimen: una novela noir de detectives en otra época
Cuando se le pregunta a Eco porqué escribió la obra, responde “porque tuve ganas (…), impulsado por una idea seminal: tenía ganas de envenenar a un monje”. Quizá sus argumentos sean atrevidos, pero lo cierto es que tras su “oculta pasión” por mortificar a un miembro del clero, se encuentra un entusiasmo infantil por la novela negra y el “medievalismo”.
Para él la Edad Media es nuestra infancia, la infancia del conocimiento y del progreso. Allí se engendró lo que sería la democracia, la economía, la razón, la búsqueda innata y descontrolada por saber y conocer… y allí halló el escenario perfecto para escribir esta trama que une lo detectivesco con lo filosófico.
“El Nombre de la Rosa” no es sólo una novela detectivesca negra, sino que el autor se sirve de los tópicos del género (investigación minuciosa, frases manidas, personajes arquetípicos…) para detallar y descubrir la sociedad religiosa de la Edad Media y, por medio de los saberes estéticos y filosóficos, imbuir al lector en un despliegue de la magia y el sentir del siglo XIV.
El misterio y el oscurantismo que envuelven este periodo de la Edad Media le sirven al autor para recrear una novela de intriga en un lugar verdaderamente oscuro de la época, una abadía. La Iglesia, fuente de sabiduría del momento, era una institución poderosa. Eran dueños de las almas de todos sus fieles y fue en este periodo cuando alcanzó su máximo poder. Poder no sólo económico, sino también espiritual, lo que explica la gran religiosidad que se profesaba debido al absoluto temor a Dios por parte de la gente de esa época.
El interés y maestría de Eco por la recreación del fervor y del tiempo medieval no viene con el propósito de reconstruir fielmente el marco de su novela “de época”, sino de inspirar un tiempo para el lector en el que pensamiento del hombre seguía encarcelado en pro de la fe y la ignorancia, donde el hombre asumía por entonces que bastaba con tener un alma frente a un cuerpo y que ésta se liberaría a través de la muerte. Todo el conocimiento medieval estaba resguardado en las iglesias, abadías y conventos. El clero tenía la supremacía del saber y a ello dedicaban su vida contemplativa. No es extraño que Eco decidiera escoger este lugar como escenario para su obra y tampoco lo es que el principio y final del misterio se desenvuelvan en torno a una biblioteca.
Fue por esos años oscuros cuando los predicadores en estos lugares sacrosantos ofrecían al pueblo palabras e imágenes truculentas, perturbadoras y macabras para estimular su piedad y fervor por la ley humana y divina; una época que nos demuestra que los signos cambian y se intensifican en función del peso que sus oradores quieran darle. Por entonces, la devoción de las muchedumbres era mérito del emisor de poder: el clero.
Retomando la trama de la historia, el móvil de los crímenes resultarán ser los tratados sobre la risa que se encuentran ocultos en la biblioteca de la abadía. Sobre el tema de estos tratados se desarrolla un debate en torno a la comicidad sobre el cual Eco disfruta explicando al lector. En la Edad Media se descubrió la risa como una condición exclusivamente humana dado que los animales no pueden reír. Y, de esta forma, la risa fue tratada como una categoría teórica sobre la que discutir abiertamente. Era la panacea que libraba al hombre del miedo a las desgracias, a la muerte y a Dios, pero también era peligrosa en abundancia ya que durante la época los placeres humanos y físicos estaban prohibidos, o al menos medidos. Así, los “villanos” de la obra defienden la censura del humor asegurando la maldad de la risa y basándose en sus efectos deformadores sobre la cara y el cuerpo.
Los enigmas de Eco: el escritor, sus personajes y la semiótica de fondo
“Como dice un antiguo proverbio, tres dedos sostienen la pluma, pero el que trabaja es todo el cuerpo.”
Al margen del tema y la trama del libro, este curioso “tratado en prosa” sobre la semiótica está construido sobre el personal lenguaje e imaginario sígnico de Eco, y especialmente sobre sus inquietudes a la hora de componer figuras identificables.
“El Nombre de la Rosa” está poblado de personajes reconocibles, arquetipos de ídolos, compañeros y amigos reales y de ficción del buen Umberto Eco. Un primer nivel nos indica que Eco permanece oculto tras el personaje de Guillermo, adoctrinando y haciendo de guía a Adso, un lector torpe, inocente y, sobre todo, más ingenuo que el escritor con el que, justamente y con motivos, tenemos que identificarnos. Sin embargo, a pesar de este mensaje crudo y directo sobre la “estupidez” del lector, Eco recompensa a “nuestro personaje” con una gran cualidad: el incontrolable deseo de averiguar y entender. Un Adso cansado y torpe en su investigación nos confiesa al final de uno de los capítulos que su curiosidad “siguió insatisfecha”. La que sería la adaptación fílmica años después se convierte en una metáfora que describe el opuesto del lector ideal pensado por Eco y de su obra, un mutilado y limpio relato diseñado para inquietar a la audiencia, pero con una postura demasiado irónica y ambiciosa cuando se le comprara con el intento de la novela por recrear la ambigüedad y la hipocresía del mundo medieval.
También es clara la referencia a la novela detectivesca y a su exponente más famoso, ya que el apellido de “Baskerville” nos recuerda a un apasionante episodio de las aventuras del famoso Sherlock Holmes, personaje que comparte más de alguna cualidad con nuestro querido Guillermo, fan de la clínica semiológica. Pero será Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego, el que nos aproxime, nuevamente, a una figura respetada y simpática para Eco, la de Jorge Luis Borges. No sólo el espacio de la biblioteca es una clara referencia a “La biblioteca de Babel” del escritor argentino, sino que el propio guardián de este laberinto de sabiduría lleva el mismo nombre y posee parecidas características del reputado autor. Pero no sólo se notan influencias de este autor a lo largo de la obra, sino que también podemos notar el fuerte influjo de la novela detectivesca y del género negro al estilo personal del autor italiano. Aunque, sin duda, su doctorado en Filosofía y su pensamiento semiótico se imponen sobre los convencionalismos del género literario.
Umberto Eco usa la semiótica y las fórmulas narrativas para crear un “texto abierto”, o, mejor dicho, un texto que se resiste a una única interpretación o explicación. La semiótica es el campo académico y de estudio favorito de Eco. Es comprensible que su influencia determine la construcción de la novela.
La semiótica se refiere al estudio de los sistemas de signos y la forma de extraer sus significados. Los signos pueden ser cualquier cosa y cobrar miles de sentidos en una cultura, pero son generalmente convencionales. Éstos están llenos de significados para aquellos que entienden los códigos no escritos. Guillermo los nomina como “indicios”, señales que demuestran que los monjes sospechosos y los espacios donde se cometen los brutales crímenes son libros abiertos dispuestos a ser traducidos por el lector ávido y por su ojo observador y acusador. Incluso el encuentro amoroso de Adso con la joven “rosa” sin nombre nos expresa la importancia del gesto de una persona sobre el lenguaje, de los elementos propios del sistema quinésico que explican que tras cualquier movimiento hay un mundo de interpretaciones, matices y significados.
La novela, sus personajes e incluso el mismo desenlace nos hacen cuestionarnos las particularidades de esta ciencia de los significados, de los signos y de su análisis. Sus orígenes se confunden con los de la propia filosofía. El ser humano, ya sea un Guillermo o un Adso, duda y se pregunta por el significado de aquello que le rodea y que lo define como “hombre”. Eco quiere hacernos llegar a esa conclusión a través de la semiótica, a preguntarnos sobre “lo que nos hace ser así”, sobre el entorno que nos determina como “seres”.
Los temas de “El Nombre de la Rosa”: el lenguaje, el nominalismo y el poder de una palabra
“No siempre una impronta tiene la misma forma que el cuerpo que la ha impreso (…)”
“El Nombre de la Rosa” no es otra cosa que una historia del lenguaje y de los signos, incluyendo símbolos religiosos, políticos y sociales, entre muchos otros. Guillermo se enorgullece de ser un prolífico lingüista y lector de signos. Su error inicial como investigador – asumiendo que los asesinatos siguen el patrón de las escrituras del Apocalipsis- demuestra como una conclusión aparentemente lógica puede llevar al completo desconocimiento de la verdadera situación si se deja de lado entender uno u otro código. En ese caso, mientras los signos siguen visibles, no cobran su significado real. Más tarde, una vez descubierto en el scriptorium el acertijo en griego que ocultaba el copista Venancio, se nos revela una nueva certeza universal sobre la semiótica: el poder del signo está en el arte de ocultar sus verdades – que no en la falsedad-, lo que se ha transformado a día de hoy en el otro tipo de arte, “lo subliminal”.
El nominalismo es también otro importante tema en “El Nombre de la Rosa”, especialmente relacionado con el lenguaje. La naturaleza de la realidad ha sido un debate durante siglos. Los realistas, como el propio personaje de Jorge en la novela, suponían que todo nombre y término se correspondía con una realidad positiva para el entendimiento humano. Para ellos, hay una “rosa” universal que existe en nuestra experiencia, y las otras rosas difieren accidentalmente una de otra, pero mantienen la misma sustancia. Esta reflexión sobre el realismo, como teoría enfrentada directamente a los postulados del análisis semiótico, podemos encontrarla escuetamente resumida en la “parábola” del pez que nos cuenta Adso de boca de Jorge: “Entonces Jorge dijo (…) que bastaba decir pez para nombrar al pez, sin ocultar su concepto con sonidos engañosos”.
Los “sonidos engañosos” a los que alude Jorge podrían interpretarse como el “ruido” del que nos habla la semiótica. El ruido está presente en el intento de analizar el significado de un signo en relación con su referente, y es tan molesto como útil porque participa por supuesto en la transmisión concreta y sentido de un signo.
Los nominalistas, personificados en la figura de Guillermo de Baskerville, discuten sin embargo que sólo existen los significados individuales. Lo “universal” son sólo categorías que la mente utiliza para dar un sentido accesible y fácil al mundo. El mismo título de la novela nos lo muestra. Su portada resulta ambigua y misteriosa porque es imposible asignar un significado al signo “rosa”. Como Eco nos indica, la rosa es una figura simbólica tan rica en significado que es difícil no recurrir al más sencillo y entendible: el de una flor delicada, rojiza y de espinas afiladas.
¿Qué se esconde tras sus páginas?: mensajes e ideas
“El universo de los venenos es tan variado como variados son los misterios de la naturaleza.”
Presentando un texto abierto, negociable, Eco no solo nos provee de una novela arcana sobre monjes y muertes. “El Nombre de la Rosa” dibuja las posibilidades sobre nuestra tendencia a recrearnos en los errores y éxitos del pasado, los peligros de hacerlo para con nuestro presente y futuro, y lo irresistible de dar interpretaciones estables y fijas a signos mutables. Esta idea nos parece más familiar y propia del mundo moderno, de sus signos y estructuras de valores, algo que ya vemos en los peligros de adaptar un libro tan difícil como éste en película, y la forma en la que los medios distorsionan y corrompen la variedad de significados en los signos. Y es que la realidad social de la novela se asemeja mucho a la propia.
La sociedad medieval y “pueblo de Dios” inventado por Eco se divide claramente en tres estratos: los pastores o clérigos, los perros (o sea los guerreros) y ovejas, el pueblo. Esos “pastores” que transmiten su conocimiento a nosotros, ganado ovino, han terminado pasando de miembros respetados de la cristiandad a oficios más mundanos y actuales como publicistas, comunicadores y realizadores; sin embargo, la gran verdad de esa división es que, pese a que los papeles han cambiado, los roles siguen siendo los mismos. El poder del acto de comunicación, de la palabra y de la imagen se ha mantenido intacto durante miles de siglos. Los libros de la biblioteca inventada por Eco para la novela responden a la misma descripción de cualquier signo: “A menudo un libro inofensivo es como una simiente, que al florecer dará un libro peligroso, o viceversa, es el fruto de una raíz amarga”. Sólo “leyendo” el signo descubriremos su naturaleza entre todas las posibles. Para encontrar el correcto, Guillermo, sabiamente, nos recomienda que hacer: “En lugar de concebir uno solo, imagino muchos, para no convertirme en el esclavo de ninguno”.
Eco nos revela una perspectiva interesante al comienzo de la novela. En una de las discusiones típicas sobre credo y dogmas que inicia nuestro protagonista con otros personajes, la más esclarecedora es la que inicia durante su encuentro con el franciscano exiliado y amigo Ubertino da Casale. Casale concluye la disputa sobre religión con una máxima también aplicable a la concepción sobre las múltiples – o al menos dobles- interpretaciones que nos puede dar un signo: que una misma voluntad (hablando sobre “querer el bien” o “querer el mal” y entendiendo “voluntad” como “signo”) puede darse en varias formas, “pero la diferencia está en el objeto, y el objeto puede reconocerse con total claridad”. Este “objeto” del que nos habla Ubertino no es otro que el mensaje, un mensaje que puede llegar al espectador por muchos caminos y deducciones. Por supuesto, para reconocer con claridad esa idea hay que contar con el juicio e intuición apropiada, la misma de la que presumen Ubertino y Guillermo como franciscanos doctos y experimentados. Mientras no contemos con esa capacidad cometemos el mismo error del fiel Adso en sus suposiciones sobre los crímenes de la abadía: construir un castillo de sospechas basándonos en una palabra.
Conclusión
“Graecum est, non legitur.”
Los signos están llenos de significantes y significados. Abarcan lo místico y lo humano, la denotación y la connotación, lo explícito y lo implícito. “El Nombre de la Rosa” es un libro que nos habla de un signo vacío, sobre el “nombre” de la rosa, más que de la rosa en sí misma. Un “nombre” que, por no conocerlo, está destinado a desaparecer, pero a permanecer mientras cono fuerza en una mente que se pregunta incansablemente sobre su naturaleza.
Umberto Eco lanza al lector a una fábula que esconde tantos misterios e intrigas como realidades sobre la semiótica. Al final, casi como despedida profética sobre esta disciplina, queda para el recuerdo la última gran verdad que nos regala el autor: “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”. Sólo nos queda el nombre, porque sin nombre la rosa no existe, y el conocimiento se convierte en el pasillo de un laberinto que no termina, y en un espejo que nos abre una puerta a una dimensión cruel y desconocida. El nombre nos da la identidad. El nombre nos da el significado.
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