Entre las cosas más extrañas que hacemos los humanos está la de cruzar en rojo. No me refiero a pasar por medio de ninguna manifestación comunista, sino a la tendencia de cruzar cuando el semáforo no está ni en verde ni en ambar, qué es el verde.
Ese color ejerce una extraña atracción sobre nosotros; nuestros niveles de adrenalina parecen dispararse según vemos a los coches acercándose a lo lejos y una idea atraviesa nuestro cerebro como un impulso electromagnético "¿me dará tiempo a cruzar?". El tiempo parece detenerse durante ese segundo en el que te formulas esa pregunta, apretando los ojos y concentrándote mientras diriges una mirada aviesa al semáforo (que ni el perro del capítulo en el que sale Mel Gibson vaya). La respuesta es sencilla y siempre la misma: "sí, me da tiempo de sobra", porque da igual que no tengas prisa en llegar o hayas salido simplemente a comprar el pan, cuando al hombre se le planta la oportunidad de demostrar su superioridad tiene la imperiosa necesidad de intentarlo, en especial cuando ves gente esperando en la acera y tú quieres fardar frente a ellos cual espécimen de "chulo de playa".
Aprietas tus zapatillas y comienzas a correr pegando esos extraños saltitos que realizamos al acelerar la marcha por la calle, pegando brincos cual animal silvestre en extinción (estilo Do-do), cuando te das cuenta de que el semáforo se ha puesto en verde mientras tú corrías...Y ahí estás tú, en el otro lado con aspecto triunfante y una sonrisa de oreja a oreja, hasta que te das cuenta de que la gente que esperaba ahora está cruzando, y no puedes evitar fijarte que los conductores de los coches te miran, ante lo que únicamente puedes poner cara de resignación y de gilipollas.
Existe una variante de este mismo caso, en esta ocasión con el hombrecillo verde parpadeando. Corres, pero es inútil, siempre llegas al cruce cuando ha dejado de parpadear, ¿para qué ha servido tu carrera desde el final de la calle? Para nada.
El otro día pude ver un sacerdote cruzando en ámbar, lo cual sin duda llamó mi atención y me hizo reflexionar. Sabes que en cualquier momento el conductor va a perder la paciencia y atropellará al pobre cura (recordemos que en el Carmaggedon los sacerdotes saban muchos puntos y si no...¿a qué esperan para incluirlos?). En ese momento, tú no sabes si gritarle para que se aparte, como si se tratara del esbirro del Doctor Maligno en Austin Powers, o lanzarte para salvarle de un trágico final, que seguramente terminará como una desagradable y abstracta mancha rojiza. Finalmente, el sacerdote cruza...impasible, yo con cara de idiota y estupefacto, y él sin saber lo cerca que ha estado de reunirse con su acedor.
Eso me lleva a otra conclusión, ¿para qué sirve el color ámbar?
He llegado a la alocada teoría de que llega un momento en la vida de todo hombre, en la que debe emular a la rana del Frogger y enfrentarse al tráfico para llegar a la charca. ¿No es una buena metáfora de la vida? Un pixel verde, que hace de rana, y un montón de obstáculos a esquivar hasta llegar a tu meta, en este caso, "la charca" anteriormente mencionada.
1 comentario:
Extraña razón tienes, joven palanwana.
Soy de los que siempre cruzan en rojo, y sin mirar, ¡ya pararán los coches!, para eso han ido a cursillos intensivos de cómo conducir un coche en las escuelas de conducción. En cambio, ¿quién me ha enseñado a mí a ser peatón? Nadie. Yo puedo cometer todos los errores que crea convenientes realizar pues no he tenido una enseñanza adecuada.
Aunque tengo la suficiente cabeza como para retroceder a mi punto de origen si se trata de un carretera con dos o tres carriles. Es posible que haya alcanzado vencer la primera barrera (primer carril) mientras el coche no dejaba de tocar el claxon (dulce melodía que no saben que adoro escuchar y no consiguen nada haciéndomela oir), pero las otras dos barreras ya hayan comenzado a circular, es el momento por el tanto en el que debo regresar a la acera, donde se aloja la gente riéndose de mi patética hazaña.
Dios, me has hecho llorar.
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